Se muestran los artículos pertenecientes a Marzo de 2008.
MENSAJES DEL TIEMPO

Alguna vez he pensado que hay libros que están predestinados a pertenecernos. Probablemente trazan un recorrido que desconocemos y acaban en nuestras manos. Por azar o por alguna curiosa intervención de los dioses -los paganos,por supuesto-. Y así, confabuladas las cosas de este modo, un buen día nos tropezamos con el libro. Y a mí me ocurrió ayer. Encontré un ejemplar de Montserrat Roig firmado por ella en 1981. A alguien no le importó la dedicatoria, o falleció. O cualquier historia que desconocemos y podemos imaginar. En cualquier caso, a mí me llegó el tiempo de las cerezas, ese mismo que da título al libro, El temps de les cireres. Y yo ya le he guardado un espacio en mi biblioteca.
VEJEZ

Será porque en las sociedades desde el siglo XX la juventud es siempre un valor pujante y la vejez un estorbo. Porque la voz de los que envejecen encuentra cada vez menos espacios asignados. Porque todo el mundo se desprende de los trastos viejos, los libros viejos, las viejas tecnologías. O será simplemente que uno abandona la juventud hacia ese terreno que irremisiblemente será la ancianidad, pero siento simpatía por los objetos antiguos, las ajadas mascotas o la tercera edad. Cada vez compro más libros antiguos, me cuesta desembarazarme de instrumentos tecnológicos ya atrasadas - el viejo pc, los walkman, el transistor...-, miro con cariño los ojos de mi ajado gato que va camino de los dieciocho años y siento simpatía. Ahora me paro más fácilmente a contemplar los pasos tenues de un anciano o el caminar silencioso de un viejo perro. Me acerco a los Encantes a comprar libros que la gente desprecia o pierdo mi tiempo rebuscando en el Mercado de San Antonio. Debe ser un hecho natural. Quizá sentir solidaridad por la vejez haga que nuestros espíritus sean menos decrépitos, independientemente de su edad.
AGOSTO

Como una ronca ráfaga de azafrán y luciérnagas
era la vida. Al fondo,las guitarras
espesaban la tarde, y en las sombras
abrían caminos por los que iba el sueño
sin querer llegar nunca...
Se adentraba la sangre por densos corredores,
una ardiente marea devoraba el contorno,
y los frutos vecinos, ya entera luz, ardían.
Amapolas salvajes derretían su lacre
al sol, sobre fosforescentes tierras sin dueño,
y un silencio colgado cegaba el horizonte.
Al fondo de los pozos el calor destellaba
como una piel de toro tatuada de tréboles.
Una mano posaba su pulpa bermellón
por los turbios refugios donde el amor hervía
mientras la luz de pólvora fermentaba en las costas.
Amar era partir el mar con una espada,
sentirlo de repente golpeando la boca
mientras iba la vida recorriendo sembrados
y a más amor en vuelo más violencia crecía.
Fábulas de octubre (1966) de Luis Feria.
Foto: Carlos Pascual (El País)