DIARIO
Contemplo con extrañeza la fotografía que antiguos compañeros de estudios me han hecho llegar y viéndola me pregunto qué hay de aquel muchacho en mí. No sólo de su rostro que al fin y al cabo es el mío un poco más ajado. Ni de su mirada que intuyo pero que unas gafas tapan.Hablo de su interior. No recuerdo en qué circunstancias se hizo, reconozco el escenario pero no qué hablábamos, qué sucedió aquel día. Es lo malo de la memoria selectiva, ese instante que quedó atrapado en la cámara y que perdurará no fue registrado por el cerebro como verdaderamente importante. Indirectamente ello me hace volver sobre la importancia de las cosas, sobre todo al hablar de la tan cacareada huelga de la que no hemos sabido sus causas hasta muchos días después, causas que convenientemente nos han ocultado el Gobierno y sus adláteres, e, incluso, los medios de comunicación contrarios. Todos ellos unidos en una mescolanza. De pronto me he acordado de aquello que decía Bertold Brecht en una de sus obras, que transcribo como recuerdo: y luego vinieron a por mí y nadie hizo nada. Una antigua compañera de trabajo siempre repetía el dicho: Arrieros somos. Nadie se siente ya arriero de nada. Aunque hay motivos para la alegría al contemplar las personas que asistieron al recital de Francisco Cenamor y de un servidor. A mí, que cuando detecto que las miradas se me clavan, me resurge de nuevo un ataque de timidez adolescente, quizá ahí queda algo de la antigua fotografía. Veía los rostros contraídos y fijos en las palabras. Fue un instante reconciliador. El mejor instante de los últimos tiempos, quizá.
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