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MADERA DE NÁUFRAGO. Blog de Luis Vea.

Relatos

REDENCIÓN

Tomó el ascensor en el subterráneo donde acababa de aparcar previamente su vehículo. El ascensor, lejos de conducirle hasta la planta que daba al supermercado, le llevó a la que daba al nivel de la calle. Fue entonces cuando pudo observar la escena. Un hombre y una mujer. Un abrazo, un beso largo. Luego, una despedida. La puerta del ascensor que se cerraba. Y la sensación de turbación que debió de quedarle.

Llegó a casa poco después con la comida que acababa de comprar, unos precocinados. No había nadie. Oyó el maullido de su gato que vino a recibirle. Se restregó un par de veces en la pernera del pantalón y se sentó en el pasillo, esperando a que le dieran la comida. Él parecía no percibir lo que ocurría a su alrededor. Maquinalmente dejó la compra sobre la mesa de la cocina y luego fue al dormitorio a cambiarse. Mudó el traje y la corbata por el chándal. Fue entonces cuando la oyó llegar. Ella se apercibió de la presencia de él porque al introducir la llave -no fue necesario dar el par de vueltas habitual para abrir la puerta. Lo primero que vio fue al gato. Seguía en el pasillo, esperando acontecimientos. Ella entró en el dormitorio. El la vio y le dijo:

 - Cariño, he traído la comida.

Ella se acerco a él y le dio un beso corto y fluctuante, apenas vivo, leve, sin pasión. Fue como una constatación. Estoy aquí. Nada más. Luego ambos fueron a la cocina. Mientras él encendía el horno para que se calentase, ella puso en el cuenco del gato algunas croquetas de alimento para animales. El silencio se rompió con el ruido lejano de la masticación del felino. Él todavía tenía en mente la escena del supermercado, pero a ella no le dijo nada. Ella no sabía que pasaba por su mente, pero le encontraba ciertamente distante.

- ¿Te pasa algo, cariño?- le espetó súbitamente.

- No, estoy un poco cansado. He tenido un día ajetreado en la oficina.

Ella asintió entendiéndole y olvidó el asunto. Fue hacia la nevera y tomó la botella de Martini negro. Luego alcanzó del mueble un par de copas de cóctel. No le preguntó a él si quería una, simplemente se la sirvió como hacía habitualmente. Luego, se apercibió de que no le había preguntado.

- Cariño, ¿quieres una copa? Él estaba de espaldas a ella, tomando unos platos para verter en ellos la comida recién calentada. No pudo verla.

- No me apetece...

Y, mientras lo decía, se dio la vuelta y vio su propia copa.

-...pero ya que la has preparado...

Bebió de un trago. Tomó los platos y los llevó al comedor. La mesa estaba sin poner. Entonces, volvió con los platos a la cocina.

- Cariño, ¿puedes poner la mesa?

Ella se agachó para abrir un cajón. De él sacó un mantel, color blanco, algunas finas rayas apenas perceptibles. Tras de ella, él con la comida. Encendió la televisión. El espacio de silencio fue ocupado por el ruido.

-¿Seguro que no te pasa nada, cariño?

El negó, pero al rato apagó la televisión. Ella tenía el tenedor en la boca.

- Te he visto.

Ella tragó sin responder. Luego, y fríamente, le preguntó:

-¿Dónde?

- En el supermercado.

Ella le miró a los ojos y le espetó.

- ¿Te he dicho alguna vez algo?

- ¿Algo?

- De tus amantes.

- ¿Mis amantes?

- Mejor será que lo olvides.

-¿Que olvide lo que me acabas de decir?

Casi lo dijo con incredulidad y, a la vez, con furia.

- No, cariño, que olvides que me viste en el supermercado.

Y él volvió a encender la televisión. Ella tomó otro bocado y masticó lentamente en su boca. Luego le dijo:

-¿Y qué tal en la oficina, entonces?

 

*Redención forma parte del libro Cotidianos, Isla Varia, 2008.

UN CADÁVER SONRIENTE

                 Se acercó al objeto que atraía largamente su atención. Lo hizo poco a poco como esperando descubrir algo importante, con sigilo, pausadamente. Fue creciendo lentamente el ritmo de sus pasos hasta que se encontró sólo a unos metros de esa cosa extraña. Un contraluz le hizo ver cómo desprendía algún tipo de emanaciones gaseosas. El olor se fue haciendo más denso cuanto más se acercaba. Subió  una pequeña ladera. La cosa se iba haciendo más visible pero no pudo catalogarla de ninguna manera conocida. Su vocabulario no era lo suficientemente rico para darle una denominación. Quiso tocarlo. Se arredró luego. Su arrepentimiento fue cautela, pero también miedo; un miedo atávico a lo desconocido, a lo no adjetivable, a lo inclasificable y aquello sin duda lo era. Quedó mirándolo pensativo, meditabundo. Oteó a ambos lados para ver si encontraba a alguien cerca. Por un lado, pensaba que era ridículo que lo viesen en esta situación, sobretodo si era un conocido, pero, por otro, necesitaba sentir la presencia de otra persona.  Cuatro ojos distinguían mejor que dos. Buscaba corroborar. Necesitaba comunicarse, sin embargo no había nadie cerca. Retrocedió unos pasos intentando buscar a alguien. Aquella era una zona obscura, inhóspita,desierta... Si alguien deseaba esconder algo, aquél era el lugar idóneo.Se preguntó a sí mismo qué hacía allí. No recordaba cómo había llegado. No sabía cuál era el camino que había tomado ni por dónde continuar. Por un momento, su atención se alejó de la cosa. Pensó en sí mismo, pero fue un pensamiento fugaz pues, enseguida, miró otra vez aquello, intentando observar todos los perfiles de la forma. Se dio cuenta que era amorfa, difícilmente descriptible. La rodeó por todos sus costados desde una cierta distancia. Seguía emanando aquellos gases extraños, ajenos a lo conocido hasta ahora por él. Miró de nuevo a su alrededor y siguió sin ver a nadie. El cielo estaba obscuro y la luz empezaba a escasear, pero no había anochecido. Pensó si había bebido. Escudriñar dentro de su mente fue lento. No lo recordaba. Se llevó una mano a su pantalón intentando buscar su cartera. No tenía nada. Iba vestido tan solo con unos tejanos y una camiseta vulgar de una marca conocida. Se dio media vuelta con afán de marcharse, avanzando incluso algunos metros. Inmediatamente retrocedió. Se arrepintió. Tenía que acercarse.Decidió no mirar y, lentamente, el espacio se fue estrechando entre la cosa y él. Tenía la necesidad de saber qué era aquello.Por un momento creyó que sería imposible discernir su origen,su causa, su motivo.Seguía allí,inalterable, en aquel pequeño promontorio,desafiando todo lo que sus conocimientos le indicaban. Era grotesco,misterioso, siniestro. Se olvidó de su vida -que,por otro lado, tampoco recordaba-, de sus problemas, de todo. Decidió sumergirse en lo desconocido. No supo si era la decisión correcta pero era lo que deseaba. Le pareció que esa cosa empezaba a llamarlo, a rogarle que se acercara. Dio un paso más al frente situándose apenas a un metro. La cosa pareció no alterarse esperando el último movimiento de él. Por fin se acercó.Cerró los ojos y avanzó. El instante pareció eterno. Todo se deshizo. No encontró oposición.La tierra cedió a sus pies y cayó. El vacío se hizo infinito.Cayó durante horas. Cayó eternamente.Y la nada empezó a formar parte de su vida, a tener sentido en su mente.Recordó quién era, recordó a sus amigos, a su familia.Recordó lo que hacía allí. Y en ese último instante sonrió.        

  Al día siguiente le encontraron en  el fondo de un precipicio. Estaba tendido en el suelo. Tenía una cara plácida. Era feliz.      

  Luis Vea García, 1997©                                                                                   

LA AUSENCIA

LA AUSENCIA

                                Solía pasar los días festivos en soledad. Sentado en una silla giratoria, su cabeza se inclinaba en dirección a la mesa, a unos documentos que me era imposible discernir desde el exterior. No se molestaba en correr la cortina, de forma que sus movimientos eran registrados por los mudos testigos del otro lado del cristal que le observábamos del mismo modo que lo hace un niño clavando la nariz en una pecera. Él parecía abstraído en sus asuntos, ora moviendo un documento determinado, ora buscando alguna información perdida en la pantalla del ordenador... Pasaba horas y horas frente a impresos que en mi imaginación yo creí que debían de estar en blanco y que jamás  poseyeron  texto alguno. Nunca pude verle el rostro al completo, pues su posición me impedía ver el otro perfil. Sin embargo, de la mitad de lo que era su cara puedo decir que mantenía con asiduidad una expresión melancólica. Se ataviaba con un traje gris marengo y camisas de color claro con corbatas invariablemente monocolores en tonos que no siempre congeniaban con el resto de su indumentaria. Sus zapatos se escondían en un rincón bajo la mesa y, sentado como estaba en su sillón giratorio de cuero negro como los de antes, era imposible adivinar cómo eran. Debía de tener estatura media y su semblante, ya ajado por el peso de la experiencia, se veía surcado por algunas rayas que de manera aleatoria le nacían en la frente, ojos y comisuras de los labios. Por aquella época estaría a punto de llegar a su jubilación, rozaría los sesenta y cinco años aproximadamente. Era empleado de seguros y trabajaba para una conocida compañía que tiene todavía sus oficinas en el mismo lugar, en una vía muy transitada de Barcelona, junto a la plaza de Cataluña. Normalmente su presencia en días festivos, solitaria en cuanto a la permanencia de algún que otro empleado además de él, se veía enturbiada por la de la mujer de la limpieza que alternaba el oficio de la mopa con las miradas al trabajador. Jamás supe su nombre, solamente recuerdo su presencia en días festivos. Cuando la calle de Fontanella se veía asaltada por jaurías humanas dispuestas a las compras en los días de Navidad, o algunos domingos cuando todos salíamos a pasear o a buscar el periódico, él invariablemente se encontraba frente a aquel escritorio con un legajo de papeles, leyendo. No puedo hablar de cuán productivo era como trabajador, siquiera sé si su tarea servía para algo o simplemente era un eslabón de una cadena sin sentido, como aquel personaje de Chaplin en la película Tiempos Modernos. Tampoco sé si él se consideraba útil ni si su jefe llegó a recompensarle alguna vez con una semana extra de vacaciones. Tan sólo sé que en los días en que debía estar con su mujer e hijos, consumía la existencia tras un cristal, frente a una mesa de escritorio, en un edificio de oficinas de seguros de una céntrica calle de Barcelona.  

       Un día, sin embargo, dejé de verle al pasar por allí. Supuse que habría enfermado y que estaría en baja laboral y no le di mayor importancia. Pero después de no haberle visto en días sucesivos, empecé a hacer cábalas, a imaginar que quizás se hubiera jubilado y que todo aquel trabajo que realizara hubiera dejado de hacerse y su escritorio permanecía vacío, infestado de peste en un rincón frente a la vidriera que da a la calle. No puedo dejar de mirar el lugar donde habitualmente se encontraba y noto su soledad como si él hubiera sido un personaje mediocre de una película de Arte y Ensayo, un arrepentido de la vida y del lugar que le había tocado vivir en ella. Y, lo cierto es que acabo identificándome con lo que fue la existencia de ese personaje que jamás llegué a conocer. Noto su ausencia, quizá porque adivino que aquella empresa no se portó demasiado bien con él. Es posible que más de uno piense que me precipito, que no tengo pruebas para acusar, pero una cosa es cierta, las horas que ese hombre dedicó de sus días festivos no se pagan de ningún modo. Aunque es posible que su tarea hubiese dejado de ser útil y que hubiesen amortizado el puesto de trabajo o que alguien hubiera tenido la brillante idea de hacer un expediente de regulación de empleo y enviar al mediocre empleado a la calle o, tanto peor, que tan sólo fuera un trabajador de poco más de cincuenta que, después de haber dedicado treinta años de su vida a la empresa, ahora se ve ingratamente en la calle.

           No me resisto a pensar que ése fue su final. Hoy me he colado en las oficinas, ahora que nadie se dedica a seguir trabajando, cuando la mujer de la limpieza se sienta en un despacho contiguo, con los pies encima de la mesa y toma el teléfono para hacer suya la centralita y comunicarse con los parientes que seguro tiene en Hispanoamérica, yo he penetrado en esa empresa de seguros. No sé porqué motivo lo he hecho pero hoy, al pasar por allí, he sentido que algo tiraba de mí hacia su interior y he entrado. Me he dirigido directamente al despacho y me he sentado en la butaca vacía. La mesa permanecía atestada de polvo, los archivadores y bandejas vacías, los cajones entreabiertos eructaban su vacuidad como un estómago sin alimento. He pasado largo rato allí sentado y cuando he pensado que ya mi presencia era más que suficiente me he levantado con ademán de marcharme pero entonces me he apercibido de una pequeña sombra junto a un cuadro. Lo he retirado con cuidado y un hilillo de claridad ha iluminado el despacho. He mirado a través del agujero que había en la pared y que por el otro lado era imperceptible. Pronto me he sentido absorbido y sin saber de qué modo he acabado en una playa paradisíaca y casi desierta si no fuera por que, en medio del agua, había una tumbona y sobre ella un hombre al que vagamente he reconocido. Algunos niños jugaban a su alrededor y me ha consolado saber que, en algún lugar, existe sentido de la ley y que a los justos se les recompensan sus acciones. En el momento de terminar de pensar en ello, algo me ha devuelto al despacho en el preciso instante en que entraba la mujer de la limpieza. Ella se ha asustado:-Perdone, creí que este despacho estaba vacío.Yo simplemente le he respondido:-Sí, es cierto, está vacío. He terminado lo que tenía que hacer aquí. Yo ya me marchaba.       

                                                                          FIN                                           

Luis Vea García, 2002©

OPUS NIGRUM

         Un pequeño adelanto de algo en lo que estoy trabajando:              

          

          OPUS NIGRUM    

      El alguacil era un hombre un tanto extraño, de pelo ralo y rostro malcarado. Llevaba el uniforme deslucido y sin planchar. Sus andares eran toscos y mantenía el cuerpo ligeramente encorvado hacia delante. Cuando avanzó el testigo, el alguacil se acercó al estrado con un libro entre las manos. El primero alzó su derecha mientras el segundo depositaba bajo su miembro lo que debía ser la Biblia. Dicen que terminado el juramento cayó la luz, la artificial dentro del recinto del juzgado y la del sol anunciando un eclipse. Al punto debió comenzar a llover en el exterior. El juicio se suspendió. Jurado y juez se retiraron, y también el público. Fue en ese momento cuando un estruendo brutal cruzó el pueblo de un extremo al otro. Desde el Ayuntamiento podía verse la virulencia del incendio. Nadie salió vivo. Poco quedó del juzgado. Al día siguiente sacaron los cuerpos.  No se encontró el del alguacil. Por la noche, en la obscuridad, una sombra revolvió entre las cenizas del edificio abatido.

CUADERNO DE LA IRA

La sangre fluía por mis venas de forma desaforada; a cada golpe del corazón, el color rojo del líquido parecía inflamarme más y más, pujando hacia arriba hasta inundarme el cerebro. Sentía que mi cabeza podía estallar en cualquier instante como si toda su carne fuese un gigantesco gong golpeado, latiendo, contrayéndose y expandiéndose cada vez con más fuerza. No me veía en ningún espejo, pero si lo hubiese podido hacer hubiese observado mi rostro mudado de cólera en un vertiginoso vaivén, impulsado por cientos de corrientes de acalorada persistencia. La garganta, anudada de forma que ningún líquido pudiera transitar a través de sus entrañas, creando una extraña carraspera, como si millones de alfileres hubiesen atravesado el esófago clavándose en la nuez e impidiendo su normal movimiento oscilante. El rostro se me había agarrotado en un siniestro tic que negaba cualquier otra sensación que no fuese la ira. Las palpitaciones iban incrementando el ritmo, amoratando la expresión de mi faz que había quedado atenazada. Los labios estaban ya de un color lúgubre, rozando la tirantez, ocupando los tonos violáceos de la escala de colores, impidiendo que el sano pigmento de la piel mantuviese su tersura. Los poros de mis mejillas exhibían su compresión, reventando en manchas negruzcas, convirtiendo el semblante general en una gigantesca diana cuyos aros concéntricos se veían surcados de puntos abiertos de grasa. Poco a poco, la piel se fue llenando de una pátina resbaladiza, de un tacto cetrino, como si el tejido hubiese sido untado previamente con brea a fin de ser quemado con posterioridad, convertido en un apéndice emplumado como sucedía en algunos salvajes castigos de nuestros ancestros. Las orejas se elevaban hacia el cielo en un sufrido ataque de locura, segregando sus humores amarillos, ahogadas por un reguero de úlceras cubriendo su superficie. La frente ya manaba sudor y, a cada palpitación, las gotas caían en cascada impulsadas por la fuerza del movimiento, creando una corriente continua de líquido que aprovechaba la vertiente nasal para impeler su prolongada caída hacia el infinito. Los ojos, de mirada fija y fulgente, se encontraban centrados en el mismo punto, ocupando la labor de una imaginaria mira, focalizada en un aspecto del espacio de cuyo movimiento no tenía constancia. En este estado enfebrecido en el que incurría mi cuerpo sin que yo pudiese evitar su crecimiento ni impedir su pujanza, fue como si la bestia que todo hombre esconde en su interior se agazapase para salir a través de la piel, desbordando todos los estadios de consciencia. Fue la misma sensación que sienten las fieras cuando se ven amenazadas. En cualquier momento, pensé que mi cuerpo se iba a vaciar, viendo cómo había reaccionado hasta ese instante, dejando fluir todos los humores de mis oquedades. Me sentí más bestia que persona, más líquido que carne, más aire que tierra, más energía que materia y a la mente vino una imagen en la que dos perros se enzarzaban en una pelea con sus miradas, vaciando sus entrañas de miedo o rabia. En ese instante, yo creí que a mí me iba a ocurrir lo mismo, al sentirme incapaz de retener el esfínter o colapsar el ano que empezaba a regurgitar su materia obscura a punto de liberar el espacio.

Si la ira había sido capaz de provocar esas sensaciones en mí sin que ni un ápice de lógica pudiese impedir aquel auge de potencias incontroladas, me preguntaba qué forma tenía yo de poder reprimir mi propia desazón sin reventar los resortes que el cuerpo disponía para su liberación. Fuese del modo que fuese, el objeto de mis iras se encontraba delante de mí, escrutándome, analizando cada uno de los cambios que me acaecían en el cuerpo. Daba la sensación de que la situación iba a llegar a un punto sin retorno, que todo se iba a desatar de forma que la parte más obscura de cada uno iba por fin a imponerse. Fue ése, el instante decisivo, la última vez que conscientemente supe a quién tenía delante; luego algo me cegó del todo impidiendo que recuerde lo sucedido. Al rato, su cuerpo yacía en el suelo y un reguero de sangre, fino como un hilo, recorría su frente manando sin prisa hasta alcanzar la comisura de los labios que parecía haber adoptado un mohín de beso. Su cuerpo sin vida era un relato sin final que justificaba la actual mansedumbre y la vuelta a un estado donde la lógica retomaba las riendas del comportamiento. Miraba su cadáver sin rabia, sabiendo que la muerte de aquel ser, ya extinto, justificaba suficientemente la existencia de un diario que llegaría a titular: Cuaderno de la ira.

Desde aquel momento han variado bastante los objetos de mi cólera y el cuaderno ha ido adquiriendo la consistencia de un libro. Ahora, que la edad me ha permitido reposar los instantes y que las reacciones tienden a la afabilidad, siento que todo pierde consistencia, que quizás el odio que me invade tiene una razón de ser y que la racionalidad me impide expresarme de forma similar a la primera vez. Lamentablemente, la ejecución de mi obra se ha hecho cada vez más difícil. El bastón ha substituido al puño y la astucia, a la fuerza.

Sentado en un sillón, contemplo la biblioteca que ocupa todas las paredes de la habitación y la vista se entretiene unos instantes en una estantería cubierta toda ella de libretas que encierran el contenido de mi vida. Y aletargado en la actual posición, las hojas se escurren de las manos y el hálito me abandona en un postrer suspiro mientras el cuaderno que lleva el número doscientos cae al suelo.

Luis Vea García,1999 ©

EN LA LOMA, UN TRANVÍA.

EN LA LOMA, UN TRANVÍA.

En la loma hay un tranvía reluciente junto a la parada que tiene por origen y término. El conductor da la vuelta al cordón umbilical que le une al tendido eléctrico, prolongando los afanes de movimiento de los viajeros, y tras situarse en su puesto, de nuevo, vuelve a comenzar el trayecto.

La calle es empinada, se diría que no finaliza nunca y desde lo alto se divisa una magnífica vista de toda la ciudad.

La línea treinta y uno tiene un recorrido único; con la punta de los dedos sus pasajeros pueden tocar el cielo durante unos instantes. Hace años que ya no lo hago. Su conductor es un viejo barbudo y canoso, afable y servicial, se diría que acabado de salir de una cabaña de leñadores si no fuese por su uniforme azul con botones dorados, sus divisas sobre los hombros y el gorro con una pequeña visera sobre la cual adorna un cordón igualmente dorado.

El final del treinta y uno, agotados los espacios ruidosos de la ciudad, es un tránsito hacia la paz. La palabra tránsito adquiere una significación relevante que no puede dejar de subrayarse en esas cuestas que invaden el recorrido final acaparando los resuellos y ahogos de los ciudadanos que han preferido ahorrarse unas pesetas dando rienda suelta a sus esfuerzos. El treinta y uno es ubicuo; viaja por todas partes multiplicando sus vías como si alguien se detuviese a tenderlas a la vez que el tranvía avanza en su trayecto. Recorre todas las calles, vías y avenidas entre la Plaza de España y el Polígono de las Margaritas, en un peregrinar casi ascético por la parte más amplia de la ciudad. Sus raíles, semienterrados en el asfalto y el empedrado de las calles más vetustas, son largos dedos que se enredan entre los adoquines, extendiendo los traqueteos a modo de quejido anhelante y sonoro.
Y la imagen de su conductor no es menos heroica que la del capitán de un bajel de la armada curtido a batallas. Sin embargo, su rostro desteñido es afable, aunque se agarrota su semblante cada vez que suspira pensando en la jubilación y se pregunta qué será de su compañero de trabajo. La garra del tiempo, demoledora y cruel, ha hecho mella en la madera quebrada del vehículo y en los espacios rasgados de su interior. Y del mismo modo que el barco necesita ser llevado a dique seco para ser calafateado, el viejo treinta y uno se lamenta en silencio suspirando por una nueva capa de pintura que le retorne el esplendor perdido de su límpido azul.

Allá en el horizonte del tiempo, cuando la carcoma corroe las carnes y los alientos de los enterrados, yo me pregunto dónde estará mi treinta y uno, aquél que sobre la loma, en el Polígono de las Margaritas, me esperaba bajo el amparo fiel de su conductor con uniforme de botones dorados al que sólo le faltaban las charreteras, en un instante de juventud perdido y ya irrecuperable

Luis Vea García,1999 ©

TRÁNSITO DE UN LIBRO A UNA MUJER

TRÁNSITO DE UN LIBRO A UNA MUJER

El tránsito entre la lectura de un libro y la contemplación de la realidad, en esos instantes en que se levanta la vista de las páginas para calmar un poco el agotamiento, siempre me ha parecido caótico. Es un tiempo indefinido en el que el cerebro se aclimata con rapidez a una situación ajena y, al unísono, próxima. Unos instantes que se resumen en un susurro, una respiración agitada o el vuelo de una falda.

La primera vez fue en el lavabo. Me encontraba en una sala de un consultorio médico esperando a que terminasen de atender a mi esposa. Nunca he sentido la necesidad de entrar con ella y escuchar las divagaciones de un galeno - que no doctor en la mayoría de ocasiones - sumido en su propia ciencia y elevado por encima del resto de los mortales como un Zeus resucitado. Lo cierto es que esa actitud siempre me ha repateado el hígado. Pero, tornando al principio, yo seguía extasiado en la lectura de un libro de poemas - de esas colecciones de bolsillo fácilmente transportables -, cuando una mujer vestida de negro, con una chaqueta y falda corta haciendo juego, - quizá demasiado corta incluso - llenó mi campo de visión. Fue tal vez una bendición divina y el tránsito desde el libro hasta la contemplación de la pared de enfrente se interrumpió con la presencia del vuelo de una falda y del leve roce de un tejido. Cuando quise elevar la vista, sólo pude contemplar su espalda y una pícara mirada elevada, lo justo por encima del hombro para dar un repaso a mi anatomía, no excesivamente maltrecha y todavía de buen ver gracias a las sesiones matutinas de gimnasio. Dejé el libro apartado sobre una de las sillas del consultorio y desaparecí sin causar ruido ni extrañeza gracias a la inusual ausencia de pacientes en la sala de espera. El lavabo, pese a no ser mixto, era el único que había en aquella consulta por lo que entré sin sentirme excesivamente osado y, más bien, algo cohibido. Ella estaba contemplándose frente al espejo, retocándose la tez para afilar más sus tentadoras armas femeninas. Se había quitado las gafas y su vista era más clara y limpia, también más sugerente. Nos miramos cuando todavía permanecía yo en el umbral de la puerta de entrada. Fue una mirada cálida, embriagadora, de esas que recorren los cuerpos en su inmensidad. Entreabrió la boca y recorrí con rapidez los espacios y silencios que nos separaban. Mis labios ya se encontraban sobre los suyos y su lengua succionaba la mía con fruición dejándome atrapado entre sus dientes que reclamaban como suya aquella posesión que era un apéndice de mi cuerpo. Allí mismo desabrochó la falda con prontitud sin dejar de besarme. No llevaba ropa interior. Me arrastró hacia el interior del váter de forma compulsiva, agarrándome del pantalón, allá donde un bulto rompía la armonía de la pernera estallando los bolsillos y dejándolos abiertos de par en par, casi mostrándose obscenos a consecuencia de aquella súbita erección. Cerró la puerta del lavabo y armó el pestillo. El resto fue el éxtasis.

La segunda vez nos vimos casualmente en un café junto al lugar donde trabajo. Nos reencontramos fácilmente. Yo tenía una taza en los labios pero su presencia me absorbió como una gamuza recoge el agua derramada. Se acercó a la barra de zinc, repleta de tazas y platos preparados para ser llenados de café, y me tomó de la mano. Olí su perfume y me atontó la esencia, tan femenina y, al mismo tiempo, tan arrogante y violenta, como ella misma. Dejé la taza sobre el mostrador previendo que la fuese a derramar. Le acompañé a su casa. Tuve la sensación de que no estábamos solos, pero me dejé llevar a la alcoba. La cortina estaba medio corrida por lo que podía ver la calle con sus transeúntes y el ajetreo cotidiano. También nos podían ver a nosotros desde el bloque de enfrente. Pronto me olvidé de todo aquello que nos circundaba, su sola presencia acabó inundando mi campo de visión. Ella se desnudó sin preámbulos ni mediar palabra alguna. Se tumbó sobre la cama a la vez que me tomaba de la mano. Yo sólo pude que recorrer los surcos de su intimidad...

De ello hace ya un año. Todavía aguardo a la puerta del consultorio médico algunos días, pero ella no aparecerá. En el exterior de su piso, en el balcón, cuelga un cartel que me reitera su falta. A veces me abandono en el café durante horas y recorro su ausencia con la mente, aunque tengo la certeza de que nunca volverá.

Luis Vea García,1999 ©

De Cotidianos, Isla Varia Ed, 2008.

LA CORDURA DEL MENCEY LOCO

LA CORDURA DEL MENCEY LOCO

                  Desde los acantilados de Anaga el mar era un tablero en el que las embarcaciones, como fichas dispuestas para una partida de ajedrez, reposaban en la única rada que existía. En las alturas acechaba Beneharo, monarca de Anaga, retirado a las montañas desde la victoria de la Orotava.    

      Los ejércitos del Adelantado Fernández de Lugo avanzaban sin piedad pasando por las armas a cuanto guanche se pusiera por medio. El mencey no lograba alentar a sus diezmadas tropas con arengas que exaltaran victorias anteriores como la ya mítica derrota de los españoles en la Matanza de Acentejo.

-¡ Guayota, Achamán! Por los huesos del Gran Tinerfe, juro llevar a los guanches a la victoria.

Y levantó la añepa, el cetro de los menceyes. Ya los cánticos eran tenues y los ruegos a los dioses eran una ceremonia carente de sentido y repetida en los últimos tiempos con excesiva asiduidad.Terminada la petición, se acercó a la entrada de la caverna y con sus propias manos cavó un hoyo en un lugar preestablecido. Y desenterrando con sus uñas, extrajo de la tierra un recipiente de barro. Se puso en pie y ante los famélicos rostros de los escasos guerreros que quedaban vivos dijo:

- Es hora de luchar.

Y seguidamente lanzó contra el suelo el gánigo y la paz se partió por siempre en mil pedazos. Y mientras contemplaba los restos de la vasija, recordaba con ilusión la mítica Liga de Taoro en la que los menceyes de la isla se pusieron de acuerdo para derrotar al invasor que provenía de más allá del horizonte. Mejor pertrechados y armados que los guerreros guanches sin embargo, la victoria les fue esquiva. Los reyes españoles tuvieron finalmente que enviar a Fernández de Lugo, después de que la invasión se prolongase más allá de los esperado, conquistado ya el reino de Granada y descubierta América. Atrás quedaban las victoria en la Orotava y la conquista de la isla de la Palma en 1493. Tanausú no había claudicado, pero en una maniobra no exenta de crueldad y mentiras, fue detenido y enviado a España para jurar lealtad a la corona ante los Reyes Católicos, pero el rey benaoharita prefirió el suicidio a la entrega y cuando se divisaban las costas de España, fallecía de inanición.    

     Beneharo ignoraba el cruel fin que había deparado al rey palmero y sin embargo estaba dispuesto a luchar hasta el final para conservar un pedazo de tierra rodeada de acantilados pero con  fértiles pastos para los rebaños de la tribu. 

Ansiaba la paz pero, paradójicamente, plantó batalla al ejercito del español con armas de madera y piedras contra arcabuces y espadas de metal. Una nueva masacre se gestó en Aguere y los escasos efectivos guanches, cercados entre peñas por el enemigo, se arrojaron al vacío ante la impávida mirada de los españoles, incapaces de entender que para los guanches la rendición era poco menos que una segura esclavitud. Salvado por los accidentes geográficos pudo huir el rey de la refriega, corriendo de risco en risco, de peña en peña, gritando a sus dioses - Achamán, Dios de la creación, y Guayota, Dios de los infiernos - y repitiendo sus nombres al unísono que el eco reiteraba las palabras para acabar enviando su cuerpo a las frías aguas del Atlántico, océano que jamás logró navegar y que acogió sus restos con una leve flotación. Fue bautizado con el nombre de rey loco porque su voz todavía se repite de piedra en piedra y de roque en roque clamando justicia a los dioses.    

      Poco después de aquella derrota, que fue victoria para las tropas del Adelantado, mandó éste construir la ciudad de la Laguna que sería durante años la capital de la isla de Tenerife.         

   Transcurrido el tiempo, entre los nativos se contaba la historia de Beneharo, el rey loco, que tras ver arrojarse al vacío a los suyos siguió corriendo aclamando a sus dioses y que jamás pudo ser vencido por las tropas españolas. Por su parte, Fernández de Lugo completó la conquista y pudo presentarse ante los Reyes Católicos como el hombre que anexionó a la Corona castellana las islas de Tenerife y La Palma.    

     Los acantilados de Anaga permanecen todavía casi vírgenes, las carreteras no ahondan en sus entrañas de laurisilva, las playas son bravas y el aire sopla enloquecido lanzando mil veces el nombre de Beneharo y recordando al extranjero la derrota de Aguere. Desde los riscos de Anaga,  los roques mar adentro y el mar nos sugieren la misma vista que debió de contemplar el mencey antes de morir, kilómetros de agua y, a lo lejos, la silueta de la isla de Gran Canaria.                                                                    

      FIN                                                  


Luis Vea García,2002 ©

INSTRUCCIONES PARA EL PRÓXIMO MILENIO

INSTRUCCIONES PARA EL PRÓXIMO MILENIO

Andrés era un muchacho despierto, raramente dotado para las ciencias, tanto era así que los profesores habían recomendado a sus padres en más de una ocasión que lo inscribiesen en una de esas escuelas para superdotados donde, supuestamente, era más fácil dar una salida al raudal de potencialidades de las que disponía el niño. Su madre siempre había sido reacia a que su hijo se convirtiese en un "cerebrito" desprovisto de cualquier capacidad que no fuese la puramente intelectiva. Sentía un pánico atroz a que su hijo acabase siendo expuesto como el gorila albino que había en el zoológico de Barcelona, por eso siempre se negó. Andrés se encontraba la mayoría de las veces encerrado en el sótano de la casa, un lugar inhóspito que el muchacho había convertido en un laboratorio científico en el que, sin embargo, tenía prohibido realizar experimentos químicos después de un desafortunado incidente en el que, misteriosamente, saltó por los aires la mesa del despacho de su padre. Llevaba días enfrascado en una de sus investigaciones, apenas salía para comer y, cuando lo hacía, retornaba de inmediato a su cubículo como lo hace un zorro después de cazar. Manejaba piezas de ordenador, chips, teclados, placas base y pantallas con una maestría difícil de creer si no se le veía en acción. Hacía unos días había encontrado material abandonado junto a un antiguo edificio del Instituto de Ciencias. Durante días acarreó cajas y cajas que contenían montones de piezas y componentes electrónicos. Luego, con una paciencia de relojero, fue uniendo cada una de ellas y pronto se apercibió de la existencia de un archivo sin borrar dentro de la memoria del ordenador que acabara de montar. Estuvo horas y horas intentando acceder a la información que el creía de vital importancia por el lugar donde había sido encontrada. Creyó que podía tratarse de algún experimento sin finalizar que, probablemente, él terminaría, razón por la cual aplicando su ahínco finalmente logró acceder a la memoria y conectar el fichero. Su nombre era: INSTRUCCIONES PARA EL PRÓXIMO MILENIO. Intentó una y otra vez averiguar algo de aquel fichero pero cada vez que estaba a punto de poder acceder a la información, el ordenador que él mismo fabricara terminaba por desconectarse. Rendido por el esfuerzo de tantas horas y días perdidos en aquel sótano, por primera vez en su vida se dio por vencido, recogió sus aperos y se dispuso a desconectar el entramado de cables. Cuando el botón que decía "power" iba a ser desconectado por su mano, miró por última vez la pantalla y se apercibió de que el archivo se había abierto. No pudo contener la emoción de encontrar por fin aquello que tanto deseara. Se dispuso a leerlo y su rostro cambió de semblante. Una única frase se repetía una única vez: Sed felices ... Se sintió defraudado. Había perdido el tiempo por nada. No llegó a comprender que, sin saberlo, había accedido a la fórmula más importante a la que toda persona podría alguna vez acceder: la felicidad.

Luis Vea García, 2000 ©